lunes, 12 de abril de 2010

DE MONSTRUAS, MIEMBRAS Y ANIMALAS

"DE MONSTRUAS, MIEMBRAS Y ANIMALAS"
Por Cristina Hernández González
Cuando alguien se dedica febrilmente a la praxis, aún no elevada a arte, del conocimiento inútil, como es mi caso, profesa en ocasiones una inclinación desbordante por zambullirse en el pantanoso diccionario de nuestra RAE. No asombra en absoluto comprobar la ausencia de un vocablo como miembra, quimera verbal que no compete a mi persona salvaguardar, pero de hecho sí abruman los resquicios que virilmente esconde su oponente. Según el DRAE, el chamánico manual de la tribu filológica, en una de sus acepciones, miembro se define por “el individuo que forma parte de un conjunto, comunidad o cuerpo moral”. Y, dada mi baldía inclinación, el estricto cumplimiento de la normativa se transmuta en azorado asedio, en turbada indagación, en pesquisa turbia: individua sí existe. Es lo que tienen los intersticios: la nimia individua, asida de la mano del individuo, respira perezosamente bajo el recatado embozo del genérico y pacato persona, salvo para maquillarse pomposamente en la representación de la “mujer despreciable” (7ª acepción, DRAE, 22ª edición). La lengua no es inocente o, al menos, no lo son sus usos. Una de sus parafilias más exultantes ha sido siempre la taxonomía (su fetichismo por nomenclaturas y clasificaciones), porque no se nombra lo que existe, sino perniciosamente lo contrario. Por tanto, este laberíntico trasiego nos obliga a expatriarnos de nuestras volubilidades para mirar cautelosamente y de soslayo las pretéritas ruinas de nuestro pasado.

De la raza de las mujeres
Un paradigma evidente sería el caso griego: las sanas mentes griegas, más que establecer una diferenciación radical entre géneros o sexos, implantaban distinciones entre especies. Las mujeres estaban proscritas a formar parte –como miembros- de una raza más rayana con la naturaleza que con la cultura. No se crean: la justificación de esta cavilación ha de escudriñarse en algo tan sesudamente científico como la mitología. La misoginia europea no tiene un único progenitor en el judaísmo y cristianismo primitivos (Lilith, Eva); lo tiene también en el mito antropogénico de la primera mujer, Pandora, la del “corazón de perra”, según Hesíodo (siglos VIII-VII a.C.). En Grecia, las mujeres son hijas de Pandora, por lo que su ascendencia resultaba artificial y dañina: Pandora había sido creada como castigo abyecto para la humanidad, dotada por los dioses de la palabra engañosa y de la belleza infame. Este corrompido y corruptor origen colocó directamente a las mujeres en el peldaño taxonómico de los animales parasitarios. No tardaremos en asistir al paulatino proceso de bestialización de las mujeres, a la creación de una metáfora, la de la animalidad femenina, que no deja de ser más que una fantasmagórica proyección de pavores masculinos.
Sólo así, ubicándonos bajo estas premisas e insertándonos en este contexto, se comprende, pero no se justifica, el Yambo de mujeres de Simónides de Amorgos (siglos VII-VI a.C.), sátira mayúscula de la misoginia occidental destinada a perfilar un sutil y selecto catálogo de mujeres digno del cretinismo ideológico que le tocó vivir. Transitando por el animalado elenco de Simónides, se puede advertir lo repulsiva que resultaría para él, poeta de exquisitos deleites, la mujer-puerca, la más afín –en su opinión- a nuestra escrutada esencia, desprovista de razón y entendimiento, siempre revolcada en la inmundicia y a la mugre aficionada. Mayor peligro si cabe entrañan la mujer-zorra, perversa de puro oficio, y la mujer-perra, iracunda, charlatana y cizañera. Padecerá grandes tribulaciones el hombre que cohabite con la mujer-yegua, pues en ella son notorias tanto su extrema hermosura como su lascivia y arrogancia, en avinagrado contraste con la mujer-comadreja, esquiva ladronzuela y dañina barragana, o con la mujer-mona, cuya superlativa fealdad engendra crudo espanto cuando no cruel risa. Este espurio inventario recomendaba sólidos y pétreos argumentos (golpes y pedradas) a través de los cuales el varón pudiera estimular a la mujer-asno hacia el trabajo severo y a la mujer-perra a contener su intemperante lengua.
De este bestiario femenino sólo se salvaba la mujer-abeja, hacendosa y prudente, fidelísima y resignada, cariñosa y entregada: animalillo ya domesticado por el varón.
Se les hace menester a los griegos domar a las mujeres y someterlas al doméstico yugo, ya que de lo contrario ellas podrían asumir su especial idiosincrasia provocando ad infinitum perniciosas desgracias para la desvalida comunidad viril.

De mujeres salvajes
Al fin y al cabo, la metáfora de la animalidad femenina encubría –y encubre- la aversión hacia la transgresión protagonizada por las mujeres, ya sea revestida de la agresividad sexual, ya sea la de la “virilización” femenina. Las Amazonas disgustan no porque asesinen o devoren a sus hijos varones (burda patraña, por cierto), sino porque adoptan roles y comportamientos impropios de su sexo, esto es, lo que devoran es la identidad ajena, la del otro sexo. Téngase en cuenta que en Grecia las mujeres estaban confinadas al oikos, al hogar; carecían de la entidad de ciudadanas (sólo existían como hijas, esposas y madres de ciudadanos); su vida se regía por ciclos físicos (prematrimonio, matrimonio y maternidad), pero no sociales, políticos o jurídicos; la cadencia de sus pasos se limitaba a los espacios privados e íntimos, mientras los hombres campaban alegremente por los espacios públicos; la pasividad y el estatismo eran, grosso modo, sus atributos definitorios… No nos consterna, pues, que las Amazonas fueran calificadas de bárbaras e incivilizadas, parientes limítrofes de las animaladas mujeres.

De mujeres monstruosas
Y, sin embargo, el súmmum de la falocracia griega nos alcanza en toda su magnitud con su desmedido acervo de monstruos femeninos. De toda la galería siempre nos amedrenta Medusa, la de serpentinos cabellos y mirada petrificante, quien, junto a Euríale y Esteno, constituye la tríada de Gorgonas. Las Sirenas, al igual que las Harpías, tal y como nos las esboza Homero (circa siglo VIII a.C.), no son las hermosas criaturas de cola escamada, sino terribles criaturas aladas, convertidas por su hipnotizador canto en anfitrionas de la muerte; asimismo, Escila y Caribdis, monstruos acuáticos, acosaban a los marineros en sus travesías. La serpiente ha custodiado a la mujer desde tiempos remotísimos hasta tal punto que la animalidad y la monstruosidad se alían en una insólita coincidencia femenina: la dragona Equidna, la policéfala Hidra de Lerna o la necrófaga Anfisbena exponen no sólo cómo el dominio de las femeninas divinidades ctónicas fue arrebatado por las divinidades celestiales y masculinas, sino el pavor subyacente al poder y la transgresión que las caracterizaban. Todas estas monstruas conducen al hombre a la aniquilación física o psíquico-moral, pero recuerden: los intersticios… Los mitos sobre ellas revelan perpetuamente un origen semejante. Salvo las que procedían de divinidades preolímpicas, estas criaturas monstruosas antes habían sido humanas, hermosas e inteligentes hasta que fueron metamorfoseadas como castigo a un comportamiento indebido: la ambición, el engreimiento, la desinhibición sexual o la rapiña. En definitiva: mujeres significadas por atributos activos como el quebrantamiento o la periferia de la normativa.

De las metáforas (o no)
No. La lengua –o sus réprobos usos- no ha sido nunca inocente. A través de símbolos execrables y protervas metáforas, se ha nombrado, catalogado, descrito y archivado lo que existía y existe, sí, pero en ocasiones bajo ademanes deleznables. En conclusión, es más que probable que un término como miembra le parezca a la caterva filológica una auténtica salvajada o una brutal monstruosidad que atenta contra nuestra gentil opulencia léxica. No lo discuto. Pero tras haber invocado las pretéritas metáforas de la cuna de Occidente aplicadas al ámbito femenino, me pregunto si con el tiempo miembra se convertirá en una nueva metáfora acerca de quiénes somos, menos dañina, menos cruel, menos cretina que sus predecesoras.

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